«Sangre caliente»

Walking_Alone_by_silentivy

 

Prado dejó la taza de café sobre el platillo de porcelana mientras saboreaba el amargor que le quedó en el paladar. Cruzó los dedos de las manos y los puso bajo su barbilla. Entonces inclinó la frente, arqueó las cejas y me miró como si mi rostro fuera transparente y estuviera enfocando algún lugar situado tras mi espalda. No recuerdo exactamente sus palabras, sí lo que me dijo. Los humanos, como los demás mortales, tienen la extraña capacidad de crecerse ante las adversidades, de reponerse, de levantarse y dar un paso aunque sea con las gastadas botas del bohemio solitario. En las situaciones límites, saca fuerzas de dónde no le quedan, pone a funcionar todo su cuerpo, hasta el más inaccesible de los músculos y las neuronas, saca a relucir el coraje y la valentía, pone a trabajar su inventiva y su creatividad, todo ello con el único objetivo de sobrevivir, como esos animales perseguidos por su presa que con tan solo un salto suben a las ramas del árbol y después continúan escalando hasta la copa.

La calle Alcalá dicen que es la más larga de España. Hay quien incluso me ha llegado a decir que llegaba a la ciudad homónima, dirección noreste. Quizás es solo una exageración, pero lo cierto es que apunta en esa dirección y antiguamente era la salida natural de Madrid dirección a Barcelona. En la actualidad es una de las más frecuentadas. Sus aceras están repletas de tiendas de ropa, zapatos y belleza, de bancos y kioskos, pero también de personas durmiendo bajo gran cantidad de mantas, cartones o ambas cosas. Todas las mañanas veo a una pareja que duerme con su perro sin collar cerca de una gasolinera. A los pies, una caja arrugada por la lluvia de este mes tiene un par de euros y unos cuantos céntimos. Antes también veía al hombre tullido, como esos soldados veteranos de Napoleón que vuelve a casa tras haberse dejado la piel en la batalla. Camina con los muñones cubiertos de gruesos calcetines. Quién sabe la razón, hace años le amputaron los pies. Para no perder el equilibrio se apoya en dos muletas y avanza marcando el ritmo a trompicones inclinado levemente hacia adelante, dando la sensación de que al siguiente paso caerá al suelo y nadie se detendrá a levantarlo.

Hace unos días, asistí a una exposición de fotografías de retratos en el matadero de Madrid. Los fotógrafos dicen que no vale con echarla, necesita de un buen retoque en el ordenador para que quede decente. Me llama la atención esa obsesión por cambiar los colores, la perspectiva, borrar elementos de las instantáneas, alterarlas, modificarlas, tergiversarlas para que así queden más bellas o impactantes, o transmitan más al visitante, le estimule la pupila y remueva su conciencia o su admiración por dentro. Me inquieta ese afán por cambiar la realidad, modificarla y hacerla más dúctil o cruel de lo que puede llegar a resultar para huir de ella o camuflarla, para no aceptarla tal y como se nos presenta a los ojos.

Paseando de regreso a casa, me topé con un hombre negro que agitaba dos paquetes de pañuelos –llevaría más en la mochila- como si fueran un par de pequeñas maracas habaneras. Viste de chándal y suele llevar la zapatilla derecha –no sé por qué, como pude ver en otras ocasiones- siempre desatada. No se pone en medio de la gente, no incordia, no se acerca a imponerte su producto, ni ruega a los conductores que dentro de sus coches esperan el cambio de semáforo del rojo a verde. Permanece junto al semáforo, siempre en la misma parte, confluencia de Alcalá con calle Goya, en la misma esquina cantando siempre en su idioma. Nadie lo entiende, pero eso no parece importarle demasiado. A mí en particular me suena agradable su canto de barítono atemperado, con ciertas resonancias equinnocciales. Cada varios días paso por su lado cuando voy a correr a El Retiro. En una ocasión, al detenerme  su altura me fijé en su aspecto y su mirada. Seguramente no le gustaba lo que hacía, pero el humano, como dijo Pradi, tiene la extraña habilidad de trascender la tristeza o la penuria; pero no la autoimpuesta para fingirse impotente y retirarse con dignidad de algún esfuerzo o reto demasiado complejo o que no motiva. El poder, la voluntad de superar, dejar atrás, sobreponerse a los verdaderos obstáculos y desgracias que nos salen al paso de los días.

En otra ocasión, cuando bajaron las temperaturas, la gente sacó sus gruesos abrigos, yo regresaba de entrenar con tan solo un fino polar y pantalones cortos. Entonces, el negro se las maracas, siempre sonriente y agitando sus brazos como si estuviera martilleando el aire que le azotaba el rostro al son del ritmo que murmuraba guturalmente entre dientes –tal vez para llamar la atención, quizás para no terminar helado- exclamó a mi espalda “ey, así corriendo con sangre caliente no pasas frío”. Desde entonces, siempre que paso por su lado me muestra esa sonrisa tan intensamente blanca y después me grita «ey, sangre caliente”, alzando una de su manos semicerradas con la que agarra, no sé si desde hace más de un mes, el mismo paquete de pañuelos que nadie se detiene a comprarle por la voluntad.

cruce-callao1

Un pensamiento en “«Sangre caliente»

  1. de cuantas realidades me hablas, esas que muchas gentes con su indiferencia al pasar de largo se creen que no existen pero que cada dia te golpean el rostro para recordarte que son de verdad

Deja un comentario