«Kooza», o la historia de cómo los sueños pueden hacerse realidad

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Era media tarde. En el exterior había comenzado a chispear. El techo de la carpa se alzaba veinte metros sobre el escenario aún vacío. Las gradas del circo estaban llenas de familias con sus hijos, parejas y algún que otro expedicionario en solitario. Alguien cerró las cortinas a mi espalda. Me quité la chaqueta. Entonces, una melodía de arabescas resonancias comenzó a serpentear entre las gradas. Las luces rojas, moradas y amarillas fueron perdiendo intensidad hasta reducirse a una tenue insinuación cromática de intriga y de misterio. Ya no había murmullos. El público guardó silencio. Los focos alumbraron a un chico solitario que vestía un pijama con rayas grises, negras y blancas y un gorro de los mismos colores. Llevaba una cometa decrépita entre las manos que de pronto lanzó al suelo. Echó a correr alrededor de la platea intentando hacerla volar. Una, dos, tres veces, siempre en vano. Entonces agachó la cabeza y se rindió. Un repartidor en motocarro apareció a su espalda con una gran caja a su nombre y desde ese momento su vida ya no volvería a ser la misma.

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«Donde habita el olvido»

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Nos atraen las civilizaciones que desaparecieron bajo la hecatombe bélica de la invasión y la guerra, la flecha sibilante y el hierro forjado hundiéndose en la clavícula o el pecho, aquellas que sufrieron el espolio de sus templos y sus casas, que vieron violadas a sus mujeres, ejecutados a sus hombres, raptados a sus hijos, que perdieron su oro macizo y sus monumentos, y cuyos dioses fueron profanados por banderas de cruz y luna; sentimos curiosidad y nos gusta saber cómo cayeron a la tierra estos pueblos y luego se convirtieron, como el verso gongorino, en polvo, en humo, en sombra, en nada. Sin embargo, más misteriosas son si caben las historias de imperios o ciudades que sucumbieron al poder de la naturaleza y cuya desgracia se inmortalizó en la literatura y en la historia, y cuanto más antiguas menos se conoce a ciencia cierta el relato de su epílogo y mayores mitos generaron. Hace unos días visité sendas crónicas del averno, vestigios torpes y escasos de una tragedia inevitable, desdichas que ya no duelen porque no se sufren, ni se ven llegar, porque no queman, ni ahogan, porque no penetra la ceniza en los párpados, ni el agua, en los pulmones, ni se agoniza frente a sus vitrinas abrasado como el perro que se retorcía esperando la caricia de su amo cuando lo cubrió la lava volcánica que arde y consume y expía para siempre los pecados de la carne.

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No se ve, pero se siente

HACER COMO SI NADA 2

Era media tarde en un café junto a Callao. Apuraba mi taza aún humeante en compañía de un amigo. De pronto, un golpe seco y hondo vino de la calle. Giramos la cabeza y miramos al otro lado el cristal. Una chica había salido de un portal cerrando la puerta con decisión y algo de rabia. Húmedos los ojos, los párpados hinchados, pasó, por fuera, a tan solo unos centímetros de nosotros. Con sus dedos engarrotados, estaba arrugando una carta manuscrita. Cruzamos miradas un instante y por casualidad. Después un parpadeo y la perdí de vista. Pude seguir observándola un poco más a través del reflejo que nos devolvían unas cristaleras. Cuando la perdí de vista, seguimos conversando. Era ese quizás el último vestigio, la última resonancia indeseada de una relación que había terminado mucho antes de llegar al último párrafo y de leer el “postdata” o el “atentamente”, antes de encontrarse con el nombre que tan poco había costado comenzar a pronunciar y agradaba articular despacio, pero sus sílabas ya no sonaban de igual forma, sino que eran ya tan solo hastío y humillación, dolor y sufrimiento. Quizás el documento probatorio de que su relación no funcionaba, pero cuyas evidencias se había negado a tomar por verdaderas.

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You’ll never walk alone (Tú nunca caminarás solo)

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Mariana se sentó junto a sus tíos en las gradas del Vicente Calderón. Era la primera vez que acudía a un estadio tan grande para ver un partido de fútbol. Su equipo favorito se jugaba el pase a la final de la Copa de la Europa Legue. Los aficionados del Liverpool, que no sobrepasarían los cinco mil, entonaban el estremecedor “You’ll never walk alone” mientras “los reds” calentaba en el césped minutos antes de comenzar el decisivo encuentro. Mariana pendulaba en su asiento intentando esquivar al hombre que tenía delante para poder ver mejor la bocana de vestuarios por donde tendrían que salir los jugadores colchoneros. Cuando lo hicieron, los aficionados emitieron un clamor conjunto de vítores y gritos para empujar a su equipo a la victoria. Forlán y Kun Agüero corrían en último lugar. El público sabía lo importante que sería su actuación aquella noche. Acto seguido, el Calderón al unísono comenzó a latir con gravedad y pausa, “kun… kun… kun… kun”. Entre silencio y silencio, a Mariana le recorría la espalda un escalofrío. Resultaba apasionante, casi daba miedo, el mutismo de cuarenta mil gargantas tomando oxígeno para después exhalar, con rotundas guturales, el nombre de su delantero estrella.

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«Sangre caliente»

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Prado dejó la taza de café sobre el platillo de porcelana mientras saboreaba el amargor que le quedó en el paladar. Cruzó los dedos de las manos y los puso bajo su barbilla. Entonces inclinó la frente, arqueó las cejas y me miró como si mi rostro fuera transparente y estuviera enfocando algún lugar situado tras mi espalda. No recuerdo exactamente sus palabras, sí lo que me dijo. Los humanos, como los demás mortales, tienen la extraña capacidad de crecerse ante las adversidades, de reponerse, de levantarse y dar un paso aunque sea con las gastadas botas del bohemio solitario. En las situaciones límites, saca fuerzas de dónde no le quedan, pone a funcionar todo su cuerpo, hasta el más inaccesible de los músculos y las neuronas, saca a relucir el coraje y la valentía, pone a trabajar su inventiva y su creatividad, todo ello con el único objetivo de sobrevivir, como esos animales perseguidos por su presa que con tan solo un salto suben a las ramas del árbol y después continúan escalando hasta la copa.

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Rumbo a las Indias

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Adaptación del mapa de Ptolomeo (1482) a la geografía real del mundo conocido en aquel entonces: Europa África y Asia.

A la altura de 1400 nada indicaba que Europa -y aún menos si cabe Castilla y Aragón- tuviera la capacidad logística, el desarrollo económico, el conocimiento marítimo, ni la proyección internacional como para convertirse en la avanzadilla de la navegación mundial. No existe ningún dato, señal o proceso que nos lleve a esa conclusión. Nada hacía prever lo que tendría lugar noventa y dos años más tarde, doce de octubre al alba, cuando Rodrigo de Triana, el que ahora dicen imaginario personaje onubense que viajaba en el carajo de la Niña, gritase aquello de “tierra a la vista” bajo los auspicios de las coronas hispánicas.

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Café «El Comercial»

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Todo estaba preparado. Las chicas se habían colocado estratégicamente en las esquinas que cercaban la plaza. Eran tres tan solo, pero muchos más integraban el sindicato clandestino de estudiantes en la Universidad Central. La ola de movimientos revolucionarios recorría Europa y América. Mientras en Francia los estudiantes tomaban las calles, en Tlatelolco otros habían sido asesinados por el ejército mexicano en una manifestación pacífica. En España, la dictadura parecía estar luchando por mantenerse a flote. La oposición interna clamaba por un cambio de rumbo, no siempre hacia una democracia, sí al menos hacia una reforma legislativa que configurase una mejor seguridad social y concediese mayor libertad de expresión y asociacionismo a medios de prensa y trabajadores. Desde el exterior, comunistas, socialistas, republicanos, democristianos y monárquicos buscaban vías de entendimiento para formar un frente común. No obstante, el régimen policial aún seguía vigente. Se sabía que entre las personas que tomaban tranquilamente un café en una terraza o una tasca, había grises camuflados de paisano para dar la voz de alarma en caso de concentración masiva, si se producía algún tipo de altercado público. El control, la persecución y las detenciones por manifestarse aún eran la norma, especialmente en Madrid. Las tres chicas se miraron desde lejos. Un rápido movimiento de cabeza era la señal para abalanzarse hacia el centro de la plaza, lanzar al aire las octavillas panfletarias que guardaban en el bolso mientras saltaban y gritaban para llamar la atención del gentío durante unos segundos antes de salir corriendo, cada una en una dirección, para despistar a la policía secreta o los grises montados a caballo..

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Orden y caos

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La hoguera iluminaba tenuemente el centro de la tienda tipi. Oculto entre las sombras, el chamán de los Navajo observaba el cuenco de cerámica con la infusión de hierbas calentarse junto al fuego. Mientras tanto, se colocaba las prendas y aderezos para la ceremonia del solsticio. La falda estaba hecha con hojas secas que le llegaban hasta las rodillas. La camisa, de algodón raído, resultaba casi invisible bajo las numerosas trenzas de esparto y cadenas de metal. Cuando el éxtasis del baile, cuando el desenfreno de los saltos a una y a dos piernas, y el remolino de los brazos, y los giros y balanceos de cadera, le azotarían la espalda y provocarían un sonido deforme y quejumbroso para ahuyentar a los malos espíritus que perjudicaban las lluvias y la cosecha de la primavera. Escuchó el crepitar de la madera ardiendo y consumiéndose, el líquido gorgotear, romperse una burbuja. Entonces se arrodilló en la tierra fina, tomó el recipiente, lo acercó a sus labios resecos y rajados y empezó a beber mientras pensaba en la gente que aguardaba fuera de la tienda a que empezase el ritual que repetía cada año desde que murió su padre. Al erigirse, tomo el bastón de madera con una cabeza de águila tallada en el mango y se puso la máscara que aterrorizaba a los pequeños a la luz de la luna llena, una cabeza con forma de lobo que tenía los ojos rojos, la boca abierta y los dientes algo desgastados por el paso de los años. Dio un paso con firmeza, dos hacia adelante lentamente. Se asomó por la estrecha abertura, corrió la tela de la entrada y de pronto dio un salto hacia adelante. La gente contuvo el aliento ante la aparición, y un niño pequeño se aferró a la pierna de su padre. Se hizo el silencio absoluto. El chamán recorrió con su mirada feroz e intensa, uno a uno, a todos los que le rodeaban. Parecía como si fuera a atacarles, como si estuviera eligiendo a su próxima víctima. Entonces extendió los brazos en cruz, erigió el cuello, alzó la cabeza y empezó a aullar con fuerza contra la bóveda celeste.

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El Retiro en flor

RETIRO 6

Felipe IV contemplaba sin demasiada atención los frescos en los que estaba trabajando Luca Giordano en la bóveda del Palacio del Buen Retiro. La pintura hacía mención a la Alegoría del Toisón de Oro, que le recordaba el honor que habría de rendir a sus predecesores y la defensa de los patrimonios que le habían legado. La luz de marzo apenas penetraba en la estancia. Bajó la mirada, se giró y caminó hacia las grandes cristaleras. Mientras él tan solo escuchaba el sonido de sus mocasines contra el mármol frío, en Centroeuropa el fragor de la batalla atronaba e incendiaba poblaciones de campesinos ignorantes de las causas que motivaban tales atropellos, bosques incendiados, colinas arrasadas, praderas sembradas de sangre y sables quebrantados. Mientras los Tercios plantaban batalla a franceses, suecos y holandeses por la hegemonía en el continente en la que fuera conocida como «Guerra de los Treinta años», el monarca del Imperio donde “nunca se ponía el sol” se deleitaba en la visión de los mayores Jardines Reales jamás diseñados en España.

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El último horizonte

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Mi madre repartía el guiso a partes iguales en los cuatro platos dispuestos en forma de cruz. Nos habíamos sentado alrededor de la mesa donde, desde siempre, nos reunimos para almorzar. Eran las tres de la tarde y mi padre había puesto el telediario, que en primera plana anunciaba las campanadas de Año Nuevo en Australia. De pronto mi teléfono móvil vibró en mi pantalón. Sin mirar el número que aparecía en la pantalla, pulsé la tecla y respondí. No me dio tiempo a saludar siquiera. Una voz conocida me dio la enhorabuena por algo que hasta entonces ignoraba. Hay llamadas que cambian una vida entera, noticias que revuelven los cimientos de la conciencia y modifican todos los planes que se habían trazado con escuadra y cartabón sin solución de continuidad hacia el impreciso futuro; hay personas que, sin ser conscientes, proyectan tu camino en una dirección bien diferente a la jamás imaginada, y apenas puedes oponerte o resistirte. También hay deseos que nos da miedo terminen concediéndose, pero no podemos controlar todas las variables que pueden afectar y truncar el rumbo de la rutina en la que estamos imbuidos. Y a veces, tras los tonos insistentes de un teléfono que descolgamos sin reparo, como otro día cualquier habríamos hecho, aguarda alguien –da igual quién- que viene a anunciarnos cómo aquello que temíamos y ansiábamos a partes iguales acaba de cumplirse.

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