«Donde habita el olvido»

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Nos atraen las civilizaciones que desaparecieron bajo la hecatombe bélica de la invasión y la guerra, la flecha sibilante y el hierro forjado hundiéndose en la clavícula o el pecho, aquellas que sufrieron el espolio de sus templos y sus casas, que vieron violadas a sus mujeres, ejecutados a sus hombres, raptados a sus hijos, que perdieron su oro macizo y sus monumentos, y cuyos dioses fueron profanados por banderas de cruz y luna; sentimos curiosidad y nos gusta saber cómo cayeron a la tierra estos pueblos y luego se convirtieron, como el verso gongorino, en polvo, en humo, en sombra, en nada. Sin embargo, más misteriosas son si caben las historias de imperios o ciudades que sucumbieron al poder de la naturaleza y cuya desgracia se inmortalizó en la literatura y en la historia, y cuanto más antiguas menos se conoce a ciencia cierta el relato de su epílogo y mayores mitos generaron. Hace unos días visité sendas crónicas del averno, vestigios torpes y escasos de una tragedia inevitable, desdichas que ya no duelen porque no se sufren, ni se ven llegar, porque no queman, ni ahogan, porque no penetra la ceniza en los párpados, ni el agua, en los pulmones, ni se agoniza frente a sus vitrinas abrasado como el perro que se retorcía esperando la caricia de su amo cuando lo cubrió la lava volcánica que arde y consume y expía para siempre los pecados de la carne.

El volcán napolitano aún guardaba un inquietante silencio en agosto del 79 d.C. Un día como otro cualquiera, los pobladores de Pompeya y Herculano abrieron sus tiendas y tabernas para comerciar con los productos traídos desde todas partes del Imperio Romano. El suelo rugió. La vasija se balanceó y terminó precipitándose al suelo antes de que Paulus pudiera sujetarla. Con una mueca de resignación, se agachó a recoger los fragmentos de la vasija que habían caído desde el alféizar de la ventana. Una pena, pues ya nadie la compraría. Un nuevo rugido y un temblor más fuerte. Después una sacudida más voraz y otra acto seguido aceleraron su pulso. Aún de rodillas sobre el jarrón hecho pedazos, miró hacia su la derecha por encima de los toldos y tejados de la plaza. El Vesubio desprendía humo por entre las fracturas de sus rugosas laderas y de pronto, como si Júpiter hubiera golpeado el mundo con sus dos puños a la vez, un sonido hondo y largo antecedió a la titánica columna de humo que como una inmensa mancha de calamar se proyectó contra la cúpula celeste. La visión resultaba aterradora. Se hizo noche a mitad de la jornada y empezó a caer ceniza fría sobre sus cabezas. Paulus soltó la pieza mayor del jarrón quebrado que volvió a caer y a fraccionarse.

Esos fueron los últimos rayos de luz para unas veinte mil personas. Horas después, el Vesubio escupió una lengua sibilina de humo, lava y piedras que abrasó y arrasó ambas ciudades, enterrándolas bajo una capa que acumulaba entre siete y once metros de sedimentos (para hacerse una idea, cualquier habitación estándar de una vivienda no suele sobrepasar los tres metros de alto). Bajo el reinado del que sería Carlos III de España, por entonces rey de Nápoles, se iniciaron los primeros trabajos de excavación, que dieron mejores resultados bajo Alfonso XIII.

Quedaba poco para finalizar el último turno de la exposición aquel domingo. Me seguía una pareja con su hijo, la comisaria y un guarda que estaba asegurándose de que nadie quedaba rezagado. Bustos y esculturas, algo de pedrería decoraban las últimas estanterías. Aquiles, el soberbio, el de los pies ligeros, dijo antes de partir hacia las costas troyanas que alcanzaría la inmortalidad si las generaciones venideras repetían su nombre con miedo y admiración. Justo antes de llegar al final, sin recurrir al cartel que auxilia al visitante, intenté averiguar, una a una, las letras grabadas a cincel sobre la piedra de una estela funeraria. «Paulus» fue el nombre que se descubrió ante mis ojos, uno más de los muchos que así fueron bautizados; pero este, por las características del clima y la acidez del suelo, por el azar de la arena que retira el cepillo o la piqueta rompe y descubre a los ojos un tesoro de la arqueología, terminaría siendo recordado en el futuro. Paulus sobrevivió a la historia y a las personas que le siguieron y cuya identidad no recuerdan los manuscritos, ni los cuadros, ni los poemas. Ha llegado hasta nosotros, no su rostro, ni sus grandes proyectos de rey o emperador, no sus huesos, que la tierra ya no sabe ni siquiera dónde puso. Ahí estaba frente a mí, en silencio, como si no tuviera nada más que contar después de tantos años esperando bajo tierra. ¡Qué curioso lo que hace el tiempo con nosotros!. Toda la vida de un humano, que ya no puede hablar, ni alegar más contra los demás o en su favor, ni pedir perdón o asombrar con sus historias; todo su divagar, sus huellas y sus miserias, las pocas alegrías que tuvo y lo mucho que vio aquel agosto desde su tienda y experimentó escapando en barca desde la playa, toda una odisea quedaba reducido a seis letras desgastadas sobre un monolito resquebrajado. Y, sin embargo, aquel pompeyano -no se sabe muy bien cómo- consiguió llegar hasta nosotros desde el lugar donde otros muchos permanecen para siempre sin que jamás vuelva a saberse más de ellos, ni de los suyos, qué fue de sus ciudades o sus imperios, ese recóndito lugar donde habita el olvido.

Ruinas de Pompeya en primer plano. El volcán, Vesubio, al fondo de la imagen.

Ruinas de Pompeya en primer plano. El volcán, Vesubio, al fondo de la imagen.

Un pensamiento en “«Donde habita el olvido»

  1. paulus hizo posible el sueño de muchos de los que formamos la cadena humana de la vida y la historia, dejar su nombre para ser recordado por un hecho que se transmita y no se olvide como tantos otro que solo hacemos un paseo por la vida y su contenido sin dejar huella y no se hable de nosotros

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