Café «El Comercial»

EL COMERCIAL (4)

Todo estaba preparado. Las chicas se habían colocado estratégicamente en las esquinas que cercaban la plaza. Eran tres tan solo, pero muchos más integraban el sindicato clandestino de estudiantes en la Universidad Central. La ola de movimientos revolucionarios recorría Europa y América. Mientras en Francia los estudiantes tomaban las calles, en Tlatelolco otros habían sido asesinados por el ejército mexicano en una manifestación pacífica. En España, la dictadura parecía estar luchando por mantenerse a flote. La oposición interna clamaba por un cambio de rumbo, no siempre hacia una democracia, sí al menos hacia una reforma legislativa que configurase una mejor seguridad social y concediese mayor libertad de expresión y asociacionismo a medios de prensa y trabajadores. Desde el exterior, comunistas, socialistas, republicanos, democristianos y monárquicos buscaban vías de entendimiento para formar un frente común. No obstante, el régimen policial aún seguía vigente. Se sabía que entre las personas que tomaban tranquilamente un café en una terraza o una tasca, había grises camuflados de paisano para dar la voz de alarma en caso de concentración masiva, si se producía algún tipo de altercado público. El control, la persecución y las detenciones por manifestarse aún eran la norma, especialmente en Madrid. Las tres chicas se miraron desde lejos. Un rápido movimiento de cabeza era la señal para abalanzarse hacia el centro de la plaza, lanzar al aire las octavillas panfletarias que guardaban en el bolso mientras saltaban y gritaban para llamar la atención del gentío durante unos segundos antes de salir corriendo, cada una en una dirección, para despistar a la policía secreta o los grises montados a caballo..

EL COMERCIAL (3)

Al mismo tiempo, en el Café Comercial, dos estudiantes habían quedado con un abogado laboralista. José Luis Domenec trabajaba en su despacho de la calle Huertas, justo al lado de las Cortes. Pensó, no había mejor lugar para esconderse que cerca del poder que lo buscaba, lo perseguía y lo amenazaba por tener reputación reconocida entre los grupos de la izquierda, y que lo hacía mirar por encima del hombro cuando bajaba a comprar el pan o el periódico de Arriba, vocero de falange, era el único que se vendía en el kiosko de la esquina. Aquellos chicas estudiaban en la Escuela de Arte Dramático de la Villa. Buscaban la ayuda del señor Domenec para denunciar las amenazas que vivían continuamente en el centro donde se formaban. Sus padres eran viejos republicanos, aunque servían al régimen para sobrevivir. Como algunos de sus compañeros –siempre las malas lenguas- habían escuchado rumores de aquellos antecedentes que intentaban ocultar, les presionaban y acosaban para sonsacar alguna información.

La primavera había llegado y con ella la segunda gran huelga en el metro de la capital. Dependiendo de la línea, se podía tardar hasta media hora en coger un tren. Dámaso Alonso dijo que Madrid es una ciudad de un millón de muertos, un millón de almas paralizadas, cohibidas, ciertamente insociable en una urbe que presume de plural y cosmopolita. Paradójicamente, es una de las ciudades donde he tenido oportunidad de residir en la que más complicado resulta crear nuevas amistades. Parece una paradoja, pero es así. Aquí reina el temor, la desconfianza ante lo ajeno, ante el desconocido. Es un fenómeno propio de las grandes metrópolis como París o New York, también sucede en Londres. Si bien hay cortesía en el trato cuando encuentran un turista algo perdido- es difícil pretender traspasar esa barrera. Aquel día en el metro pude corroborar lo que pensaba.

EL COMERCIAL (8)

Debido a las protestas del sindicato, los andenes estaban atestados de personas que esperaban el siguiente tren en plena hora punta. Cuando llegó, reviví las típicas escenas del metro en Tokio, personas enlatadas, aire viciado y la desesperación por buscar o hacerse hueco desplazando a empujones a los que estaban ya dentro agarrados a las viandas que recorren la parte superior. Tantas personas, tan pocas palabras. Alguno aún se empeñaba en sacar el periódico y apoyarlo en la espalda de quien tenía delante. La mayoría escuchaba la radio, otros tan solo miraban a lo lejos, procurando no cruzarse con unos ojos extraños. Ni un solo murmullo. Silencio, silencio, silencio. Al fondo solo el traqueteo del tren, metálica serpiente o gusano que recorre la madriguera en pos de la salida sin hallarla nunca. Cuerpos uno contra otros, tan pegados que incluso enredan sus piernas algunos y se sienten el torso firme o el pecho acolchado y hasta los pezones si hace frío o hay nervios de por medio, quizás una rubor involuntario, una pulsión, ante el cuello femenino, terso y perfumado, que invade el espacio visual y el olfato e invita a la lujuria y a seguir con la misma pasión más abajo hasta la oscuridad de otro canal y otro túnel sin salida. Y aunque se siente la forma y el calor del otro, y aunque solo una tela, con suerte otra interna, separa a las personas del contacto directo piel con piel, de los poros abiertos y el sudor, tal vez del sexo incluso, a pesar de que la cercanía es intrusiva y la excitación puede ser inevitable, no hay vocablo que se exale, ni mirada que se cruce, tan solo pupilas como imanes de un mismo polo que se encuentran y al segundo se repelen y apuntan a otro sitio, hacia el techo, o el suelo (o disimuladamente al cuello, al escote y más al sur) o al cristal de la puerta, ahora opaco y espejado de estación en estación. Sucedió, extraña coincidencia, que allí en el fondo del oscuro ventanal hallé fijos en mí los ojos que rehuían mirarme frente a frente.  Una pupila fija y penetrante, sin expresión apenas, acaso perdida al otro lado sin prestar atención al reflejo que se estaba proyectando; o quizás sí me veía y sabía que yo la estaba viendo, quizás así había perdido la vergüenza de sentirse observada y observar, ya no directamente, sino a través de una imagen imprecisa, en blanco y negro, a quien tenía pegado con toda su extensión a su cuerpo curvilíneo y sinuoso, sintiendo cómo respiraba y deleitándose en el perfume de naranja, rosas blancas y canela que desprendía su cuello desnudo y blanco a cada latido casi perceptible. Una peca en su pómulo derecho concentró mi atención mientras ella buscaba el cartel de la estación donde el tren se estaba deteniendo.

Aún aguanté varias paradas. Me bajé en Alonso Martínez y avance algo cabizbajo por la calle Sagasta. La lluvia caía copiosamente aunque no hacía viento. Me cubrí como bien pude y aceleré el paso, esquivando a las personas que salían al paso, chocando incluso con algún hombre trajeado que salía de un portal a mano izquierda. En aquella zona los edificios son algo anticuados, pero resultan señoriales y lujosos. Casi todos tienen portero físico y una gran estera para secarse los zapatos al entrar.

Llegué al café El comercial, junto a la parada de Bilbao. Tiempo atrás, se cuenta, era punto de encuentro para estudiantes y abogados laboralistas, también de intelectuales y escritores de renombre. Casi todos los poetas de los cincuenta, desde Gabriel Celaya a Blas de Otero o Ángel González, pero también previamente Machado y Alberti, o en estos días Reverte o Luis García Montero, frecuentan sus mesas redondas para discutir de poesía y actualidad. Sin embargo, eran otros los tiempos de la lucha y la reivindicación. Ya no queda nada de eso en sus bancadas. Las conversaciones versan sobre problemas cotidianos y las quejas contra la política se quedan solo en eso, ácidas palabras que se lanzan, se suspenden en el aire y se diluyen en el vapor amargo que asciende desde las tazas de café recién servido.

El bajo estaba lleno de personas y el murmullo era prácticamente insoportable, por lo que busqué la seseante escalerilla que lleva a la primera planta. Sus escalones, de mármol, están más desgastados por el centro y dan la sensación de cierto mareo cuando se asciende. Ya arriba, vi que a mi derecha un grupo de ajedrecistas jugaban concentrados y justo enfrente un muchacho escuchaba música mientras escribía algo en su ordenador. Un cartel anunciaba que a las ocho se iba a presentar un libro de literatura escrito por un autor local. Había llegado sin problemas al lugar que me indicó, pero aún quedaban veinticinco minutos hasta la hora acordada. Se dice que resulta igual error llegar demasiado tarde como hacerlo excesivamente temprano. Me senté. El camarero se acercó y decliné su oferta. Esperaría sin tomar consumición, solo viendo el ajetreo de los coches con los faros ya encendidos y las personas cruzando los pasos de peatones sin mirar apenas, en rojo y a carreras. Las cosas cambian cuando uno menos se lo espera. Al llegar a adultos, aún nos comportamos como niños. Vivimos intranquilos, somos impacientes, nos empeñamos en recoger el fruto cuando no es su tiempo, insistimos en buscar sin éxito por todos sitios lo que aún no estamos preparados para encontrar, deseamos crecer deprisa, vivir deprisa, sentir deprisa sin disfrutar el mientras, ni el durante. Era ya la hora, puede que dos o tres minutos pasados de las siete. Seguía lloviendo fuera. Se fundió la bombilla de una farola y quedó más oscura la glorieta. Un paraguas amarillo giró la esquina y entró en El Comercial. Después quedé pensando en la chica del metro, en su perfume y en su escote, pero sobre todo en aquellos ojos fijos mirándome desde lo oscuro y misterioso, como si fuera una persona diferente a la que yo estaba totalmente pegado, casi echado encima sin querer. Más irreal, sí, menos atractiva incluso, pero más humana que el resto del millón de muertos que atestaba el vagón donde viajaba dirección al centro. Escuché unos tacones a mi espalda y un resuello acelerado. El tenue reflejo de su abrigo marrón enturbió la imagen de la glorieta Bilbao que aún continuaba observando desde mi asiento en la primera planta. Entonces me giré despacio, alcé las cejas y la miré. Ella me sonrió como respuesta mientras hacía tiempo para tranquilizarse, recuperar el aliento y empezar a hablar “Perdón por el retraso. Había huelga y salí tarde del trabajo. Ya sabes cómo son las teterías.

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